Hace apenas unos días, Ángela Claverol, presidenta de la Asociación Amama, pronunció unas palabras que deberían resonar en la conciencia de toda la sociedad andaluza: «Hay varias mujeres muertas ya por retrasos». No hablaba en abstracto. Se refería a mujeres reales, con nombres y apellidos, que confiaron en el sistema público de salud para detectar a tiempo un cáncer de mama y que fueron traicionadas por una cadena de fallos tan prevenibles como mortales.
Este no es un caso aislado. Es la manifestación más dramática de una crisis sanitaria que lleva años gestándose en Andalucía y que las cifras oficiales intentan maquillar con planes de choque de última hora y batallas dialécticas sobre responsabilidades del pasado.
Lo que comenzó como una incidencia que afectaba a «dos o tres mujeres» —según las primeras declaraciones de la Consejería de Salud— se ha convertido en la mayor crisis de reputación del gobierno andaluz. El Servicio Andaluz de Salud ha admitido fallos en su sistema de información que dejaron a más de dos mil mujeres en un limbo kafkiano: sus mamografías mostraban resultados dudosos, posiblemente benignos según el criterio médico, pero nadie las avisó de que necesitaban seguimiento.
Los testimonios son desgarradores. Mujeres que esperaron entre seis meses y dos años para realizar pruebas complementarias. Casos en los que ese retraso significó la diferencia entre un diagnóstico precoz y un cáncer avanzado con metástasis. La asociación Amama asegura haber recibido llamadas de más de un centenar de mujeres afectadas solo en una semana, y hay indicios de que el problema se extiende más allá de Sevilla, alcanzando provincias como Málaga y Cádiz.
Lo más grave no es solo el fallo técnico en sí —siempre habrá margen para el error humano— sino la cadena de negligencias que lo permitió. Estamos hablando de un programa de cribado, es decir, de detección precoz en población sana. La razón de ser de estos programas es precisamente evitar que las enfermedades avancen sin control. Cuando el sistema diseñado para salvar vidas se convierte en un obstáculo para la supervivencia, algo está profundamente roto.
La Junta de Andalucía publicó recientemente cifras que, en apariencia, resultan alentadoras. Según el Servicio Andaluz de Salud, entre diciembre de 2023 y junio de 2025 se habría reducido el número de pacientes en lista de espera quirúrgica en más de veinte mil personas, y el tiempo medio de demora habría bajado de 150 a 108 días. En consultas externas, los pendientes totales se habrían reducido en casi catorce mil personas.
Pero estos datos oficiales chocan frontalmente con la información del Ministerio de Sanidad correspondiente a junio de 2024. Según estas cifras, Andalucía lideraba el ranking nacional con la mayor demora media para intervenciones quirúrgicas: 169 días, treinta días más que el año anterior. Más grave aún, el porcentaje de pacientes con más de seis meses de espera alcanzaba el 31,6%, el más alto de España, cuando la media nacional se situaba en el 20,5%.
¿Cómo explicar esta discrepancia? La respuesta es inquietante: depende de quién cuente y cómo cuente. Las administraciones tienen cierto margen para establecer criterios sobre qué pacientes entran en las listas, cuándo empieza a contarse el tiempo de espera, y qué casos se consideran urgentes o programados. Esta opacidad metodológica convierte las estadísticas sanitarias en un campo de batalla política donde la verdad queda diluida.
Lo que sí resulta innegable es que Andalucía presenta sistemáticamente peores indicadores que otras comunidades autónomas. Mientras Madrid registra una demora media de 47 días para cirugía y el País Vasco de 61 días, Andalucía multiplica esas cifras por tres. En consultas externas, la situación no es mejor: 135 días de espera media, frente a los 94 días de la media nacional.
Detrás de cada estadística hay una persona que sufre. La Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública de Andalucía lo expresó con claridad en su informe de diciembre de 2024: «La incertidumbre ante la posibilidad de una enfermedad grave o de malos resultados de un tratamiento puede destrozar la estabilidad anímica del individuo afectado».
Este sufrimiento no es solo psicológico. En determinadas patologías, el tiempo es literalmente vida. Un paciente diagnosticado de cáncer de estómago que se opera al mes tiene un pronóstico radicalmente distinto al que debe esperar once meses, cuando ya pueden haberse desarrollado metástasis. Las listas de espera no son solo una cuestión organizativa: son una cuestión de vida o muerte.
Y los datos en atención primaria son igualmente alarmantes. En 2023, solo el 13,4% de los ciudadanos andaluces que pedían cita eran atendidos en las primeras 24-48 horas, el penúltimo puesto de todas las comunidades autónomas. La media nacional era del 21,4%, y en Navarra alcanzaba el 57%. Es decir, más de ocho de cada diez andaluces no consiguen ver a su médico de cabecera en un plazo razonable cuando lo necesitan.
Ante la crisis del cribado del cáncer de mama, el gobierno andaluz ha reaccionado con lo que ya es una costumbre: anunciar planes de choque y contrataciones exprés. Doce millones de euros, 119 nuevos profesionales sanitarios, auditorías externas. Medidas que suenan bien en los titulares pero que plantean preguntas incómodas.
Si ahora se van a contratar 65 especialistas en radiodiagnóstico para las unidades de mama, ¿dónde estaban antes? Si se va a reorganizar integralmente el sistema de cribado, ¿por qué no se hizo cuando los profesionales y las asociaciones de pacientes llevaban años advirtiendo del problema? Y sobre todo: ¿cuántas crisis más harán falta para que se aborde de forma estructural la financiación y organización del sistema sanitario público andaluz?
Hay otro aspecto que merece atención: la creciente derivación de pacientes a la sanidad privada. Los datos oficiales muestran que el 86% de las intervenciones quirúrgicas se realizan en centros públicos, pero eso significa que el 14% restante —decenas de miles de operaciones— se derivan al sector privado mediante conciertos. El plan de choque de febrero de 2024 incluía una partida de 119,9 millones de euros para conciertos con la privada.
Este modelo plantea una paradoja: se invierte dinero público en centros privados para reducir las listas de espera que genera la infrafinanciación de los centros públicos. Es como intentar apagar un incendio echándole gasolina. Mientras tanto, la sanidad pública pierde capacidad, profesionales y prestigio, en un círculo vicioso que beneficia a quienes abogan por un sistema dual donde la sanidad privada sea la opción para quienes puedan pagarla.
El sistema sanitario público andaluz está en crisis. No es una afirmación ideológica, es un hecho contrastable respaldado por datos oficiales, testimonios de pacientes y el reconocimiento implícito de las propias autoridades sanitarias cuando anuncian planes de choque de urgencia.
La ciudadanía andaluza tiene derecho a saber qué ha fallado, por qué ha fallado y quién es responsable. Tiene derecho a que se depuren responsabilidades políticas al nivel que corresponda. Y tiene derecho, sobre todo, a que se tomen medidas estructurales —no parches— para garantizar una sanidad pública de calidad, accesible y segura.
Porque al final, de lo que estamos hablando es de vidas. De mujeres que confiaron en un sistema y fueron traicionadas. De pacientes que esperan meses para una operación que no debería demorarse. De ciudadanos que no pueden acceder a su médico de familia cuando lo necesitan.
La sanidad pública andaluza puede y debe ser mejor. Pero para ello hace falta algo más que discursos y planes de última hora. Hace falta voluntad política real de invertir en lo público, de escuchar a los profesionales sanitarios, de poner a los pacientes en el centro del sistema. Y hace falta, urgentemente, que quienes tienen responsabilidades de gestión entiendan que cada día de retraso, cada fallo de comunicación, cada recorte encubierto, puede costar vidas humanas.